jueves, 12 de enero de 2012

Picardía.



En aquel tiempo, se podía beber más de tus ojos que de tu boca, picardía.
Tus ojos, almacén de la miel que te endulzaba. Que se volvía ríos y chocaba con el muelle en mis ojeras.
Naturaleza viva y hóstil que te esperaba para fingir que no lo hacía, bosque con afanes de cazador pero dotes de presa perdida y asustada.

Te atreviste a mirar dentro y pasó tu luz hasta mis huesos, todo sin mover la boca pero sí revolcándome el alma en aguas saladas, llenas del ritmo de tus pestañeos.


Me encontraste dentro de la manda. El juramento propio y orgulloso que había trazado un camino de soledad y éxito sobrio como meta definitiva.

Con esa boca trazada a lápiz puntafina, me rompiste las cadenas.

Sentí la miel pasar por mi cabeza enorme, por mi nariz chueca, por mi cuerpo descuidado. Me bautizaste de calor el alma, me llenaste de cera. Y nací otro, ahí mismo sin cambiar de posición siquiera.

Sabías lo que sentía, te deleitaba mi cara de espanto cuando te acercabas. Mi cara de bobo cuando te ibas y dejabas ese olor a manzanilla.

Mis ganas todas estában en verte, en hacerte reír para ver el espacio de las muelas que te faltaban. No había cosa que me hiciera más feliz que ver ese espacio en tus encías donde algún día quería poner mi casa.


Tus piernas huesudas, tu cara de chiste: Picardía.